Contexto
Histórico del 1° de Mayo de 1886.
Fuente: Unión General de Trabajadores (España).
AQUELLOS DIAS INTERMINABLES
A mediados del siglo XIX, tanto en
Europa como en Norteamérica, en las emergentes factorías industriales, se
exigía a los obreros trabajar doce y hasta catorce horas diarias, durante seis
días a la semana, incluso a niños y mujeres, en faenas pesadas y en un ambiente
insalubre o tóxico. Los emigrantes europeos, que llegaban entonces a los
Estados Unidos en busca de un mundo mejor, cambiaron (a lo más) los resabios
feudales que todavía pesaban sobre sus hombros por la voracidad desbocada de un
capitalismo joven, que multiplicaba sus ganancias ampliando al máximo la
jornada de trabajo. Extraños en un país desconocido, los inmigrantes crearon las
primeras organizaciones de obreros agrupándose por nacionalidades, buscando
primero el apoyo y la solidaridad de los que hablaban la misma lengua,
constituyendo luego gremios por oficios afines (carpinteros, peleteros,
costureras), y orientando su acción por las vías del mutualismo.
América era también el campo de
experimentación para algunos socialistas utópicos, que crearon en los Estados
Unidos colonias comunitarias, como las de Robert Dale Owen (1825), Charles
Fourier y Etienne Cabet, constituidas por trabajadores emigrados. Los obreros
propiamente norteamericanos se limitaban a buscar consuelo para sus
sufrimientos terrenales en las diferentes sectas religiosas existentes en el
país. Fueron inmigrantes ingleses pobres los que primero diseminaron inquietudes
sociales entre sus hermanos de clase, y los mismos continuaron en territorio
americano la lucha ya extendida en Inglaterra por la reducción de la jornada de
trabajo.
El desarrollo de la industria
manufacturera, el perfeccionamiento de máquinas y herramientas, la
concentración de grandes masas obreras en los Estados del Noreste,
proporcionaron el terreno donde germinó la propaganda de los emigrados. La
primera huelga brotó, 60 años antes de los sucesos de Chicago, entre los
carpinteros de Filadelfia, en 1827, y pronto la agitación se extendió a otros
núcleos de trabajadores. Los obreros gráficos, los vidrieros y los albañiles
empezaron a demandar la reducción de la jornada de trabajo, y 15 sindicatos
formaron la “Mechanics Union of Trade Associations” de Filadelfia. El ejemplo
fue seguido en una docena de ciudades; por los albañiles de la isla de
Manhattan; en la zona de los grandes lagos, por los molineros; también por los
mecánicos y los obreros portuarios.
En 1832, los trabajadores de Boston
dieron un paso adelante en sus demandas y se lanzaron a la huelga por la
jornada de diez horas, agrupados en débiles organizaciones gremiales por
oficios. Pese a que el movimiento se extendió a Nueva York y Filadelfia, no
tuvo éxito. Afirmó, sin embargo, el espíritu de combate de los asalariados, que
siguieron presionando por sus reivindicaciones.
El resultado de estas luchas, que
marcan el nacimiento del sindicalismo en Estados Unidos, influyó primero en el
Gobierno Federal antes que en los patrones, que expoliaban impunemente a sus
trabajadores al amparo del librempresismo. En 1840, el Presidente Martín van
Buren reconoció legalmente la jornada de 10 horas para los empleados del
Gobierno y también para los obreros que trabajaban en construcciones navales y
en los arsenales. En 1842, dos Estados, Massachusetts y Connecticut, adoptaron
leyes que prohibían hacer trabajar a los niños más de 10 horas por día. El
mismo año, la quincallería Whtite & Co. de Buffalo (Estado de Nueva York)
introdujo en sus talleres la jornada de 10 horas.
Pero la agitación obrera continuó.
Desde el otro lado del mar llegaban noticias alentadoras. Cediendo a la presión
sindical, el Gobierno inglés promulgó una ley (1844) que redujo a 7 horas
diarias el trabajo de los niños menores de 13 años, y limitó a 12 horas el de
las mujeres. Se esperaba lograr pronto allí la jornada de 10 horas para los
adultos, hombres y mujeres. En ese ambiente se reunió el primer Congreso
Sindical Nacional de los Estados Unidos, el 12 de octubre de 1845, en Nueva
York. Se tomaron medidas concretas para coordinar la lucha de los diferentes
gremios y la que se llevaba a cabo en distintas ciudades. Se planteó la
creación de una organización secreta permanente para la reivindicación de los
derechos del trabajador.
El Congreso Sindical de Nueva York se
fijó como tarea de acción inmediata la demanda del reconocimiento legal de la
jornada de 10 horas y se convocó a mítines obreros en las principales ciudades
para agitar públicamente esta exigencia. A esta etapa siguieron las huelgas,
que alcanzaron excepcional amplitud en Pittsburgh, centro metalúrgico, donde
40.000 obreros mantenían una huelga de 6 semanas por la jornada de 10 horas.
Pero los patrones no cedieron, y muchos inmigrantes recién llegados se dispusieron
a asumir el puesto de los huelguistas. El movimiento fracasó. En otros lugares
se lograron avances concretos: New Hampshire decretó la implantación de la
jornada de 10 horas y numerosas fábricas hicieron lo mismo en otros Estados.
Pero la agitación cobró nuevos impulsos
al divulgarse, en 1848, la noticia de que los obreros de una sociedad
colonizadora en Nueva Zelanda habían obtenido la jornada de 8 horas. Sin
embargo, no se estructuró un movimiento que respaldara esta aspiración. Las
demandas se limitaron a exigir un máximo de 10 horas de trabajo por día.
Fue sólo a comienzos de 1866, una vez
terminada la guerra de secesión, que renació la lucha por acortar la jornada de
labor.
Otros avances se habían logrado
entretanto. El Estado de Ohio adoptó la ley de 10 horas para las mujeres
obreras, y los sindicatos de la construcción estaban vivamente impresionados al
saber que los albañiles de Australia obtenían en esos días el reconocimiento de
la jornada de 8 horas. Por otra parte, la reducción de la jornada de trabajo,
que absorbería mayor cantidad de mano de obra, se convertía en una necesidad
urgente por el retorno de los soldados desmovilizados y el cierre de las
fábricas que trabajaban para la guerra. Además, los inmigrantes seguían
afluyendo, por centenares y centenares de miles.
Al Congreso de Estados Unidos
ingresaron más de media docena de proyectos de ley que proponían legalizar la
jornada de 8 horas, y la Asamblea Nacional de Trabajo, celebrada en Baltimore
en agosto de 1866, con representantes de 70 organizaciones sindicales, entre
ellas 12 uniones nacionales, proclamó:
“La primera y gran necesidad del
presente, para liberar al trabajador de este país de la esclavitud capitalista,
es la promulgación de una ley por la cual la jornada de trabajo deba componerse
de ocho horas en todos los Estados de la Unión Americana. Estamos decididos a
todo hasta obtener este resultado”.
El mismo congreso sindical acordó crear
comités para “recomendar” la reivindicación de las 8 horas, cometiendo el error de confiar
únicamente en la buena voluntad de los poderes públicos para hacer ley su
iniciativa.
Mientras, en Europa, la I Internacional
(creada en 1864) había acordado en su Congreso de Ginebra, en 1866, agitar
mundialmente la demanda de la jornada de trabajo de 8 horas. Los asalariados
norteamericanos, en el Congreso Obrero de los Estados del Este, celebrado en
Chicago en 1867, dedicaron gran parte de sus debates a las 8 horas. El hombre
que impulsó las resoluciones sobre el tema fue Ira Steward, un mecánico autodidacta
de Chicago, a quien daban el sobrenombre de “El maniático de las ocho horas”.
Steward sostenía que al acortarse la
jornada de trabajo aumentaría la necesidad de mano de obra y que, por lo tanto,
de allí surgiría el aumento de los salarios. Escéptico de la eficacia de la
acción puramente sindical, Steward, en ausencia de un partido político autónomo
de la clase obrera, proponía un método usado tradicionalmente por el movimiento
sindical norteamericano: ejercer presión sobre los partidos del “stablishment” y no dar sus votos más que a los candidatos que aceptaran impulsar todo
o parte del programa sindical.
Finalmente, los esfuerzos de la clase
obrera norteamericana lograron modificar la actitud del Gobierno, ya que no la de
los empresarios privados. Siendo Presidente de los Estados Unidos Andrew
Johnson, en 1868 se dictó la Ley Ingersoll, que establecía la jornada de 8
horas para los empleados de las oficinas federales y para quienes trabajaban en
obras públicas. La Ley Ingersoll, dictada el 25 de junio de 1868, establecía:
“Artículo 1.º La jornada de trabajo
se fija en ocho horas para todos los jornaleros u obreros y artesanos que el
Gobierno de los Estados Unidos o el Distrito de Columbia ocupen de hoy en
adelante. Sólo se permitirá trabajar como excepción más de ocho horas diarias
en casos absolutamente urgentes que puedan presentarse en tiempo de guerra o
cuando sea necesario proteger la propiedad o la vida humana. Sin embargo, en
tales casos el trabajo suplementario se pagará tomando como base el salario de
la jornada de ocho horas. Este no podrá ser jamás inferior al salario que se
paga habitualmente en la región. Los jornaleros, obreros y artesanos ocupados
por contratistas o subcontratistas de trabajos por cuenta del Gobierno de los
Estados Unidos o del Distrito de Colombia serán considerados como empleados del
Gobierno o del Distrito de Columbia. Los funcionarios del Estado que deban
efectuar pagos por cuenta del Gobierno a los contratistas o subcontratistas
deberán cerciorarse, antes de pagar, de que los contratistas o subcontratistas
hayan cumplido sus obligaciones hacia sus obreros; no obstante, el Gobierno no
será responsable del salario de los obreros.
Artículo 2.º
Todos los contratos que se concerten en adelante por el Gobierno de los Estados
Unidos o por su cuenta (o por el Distrito de Columbia, o por su cuenta), con
cualquier corporación o persona, se basarán en la jornada de ocho horas, y todo
contratista que exigiere o permitiere a sus obreros trabajar más de ocho horas
por día estará contraviniendo la ley, salvo los casos de fuerza mayor previstos
en el artículo 1.º.
Artículo 3.º
Los que contravengan a sabiendas esta prescripción serán pasibles de una multa
de 50 a 1.000 dólares, o hasta de seis meses de prisión, o de ambas penas
conjuntamente”.
La jornada de 8 horas pasaba así a ser
obligación “legal” en los Estados Unidos para las obras públicas, así como lo
era ya para los trabajos privados en Australia. Los obreros industriales, entre
tanto, seguían sometidos a una jornada de 11 y 12 horas diarias a lo largo y a
lo ancho de los Estados Unidos.
Los grandes contratistas de obras
públicas en construcción se opusieron, por supuesto, a la aplicación real de la
jornada federal de 8 horas. Los patrones formaron una “Asociación de las Diez
Horas”, tratando de demostrar que esa duración del tiempo de trabajo era “más provechosa para los trabajadores”. Eran los años en que Federico Engels le escribía a Carlos Marx que “a causa de la agitación por las 8 horas se han anulado
contratos por más de un millón y medio de dólares”, tomando como base
una información de la prensa norteamericana.
El Estado de California se había
adelantado a los demás y decretado la jornada obligatoria de 8 horas para todos
los trabajadores del sector público o del sector privado, a fines de 1868. Pero
no hay evidencia de que esa progresista medida legal se haya aplicado en la
práctica, así como hay fuertes dudas sobre la vigencia concreta de lo que
mandaba la Ley Ingersoll para los trabajos públicos Un historiador del
movimiento sindical norteamericano escribió: “La agitación en pro de la jornada de 8 horas,
después de numerosas vicisitudes y de algunos éxitos legislativos que no fueren
seguidos de aplicación práctica, no llegó a ningún resultado, y el pueblo
obrero fue afectado por una profunda desilusión”. De allí arrancó el empuje que culminaría en los sucesos de Chicago, en
mayo de 1886.
Con el estímulo de las luchas por
acortar la jornada de trabajo, las organizaciones obreras se fueron extendiendo
y fortaleciendo. En 1867, en Chicago se había creado el Partido Nacional
Obrero, que planteó en su primera convención la búsqueda de un camino político
independiente para la clase trabajadora. Instaba a los obreros a evitar ser utilizados
políticamente por la burguesía, pero sus llamamientos no lograron calar en la
masa. Cobró auge en cambio la “Liga por las Ocho Horas”, fundada en Boston en
1869, que levantó además una plataforma de lucha de corte socialista y proclamó
la “guerra de clases a
los capitalistas”. En 1870 se fundó la organización
secreta “Los Caballeros del Trabajo”, de inspiración anarquista, a la cual se
atribuyeron todos los atentados cuyos autores no pudo descubrir la policía, y
que sería profusamente citada en el proceso de Chicago años más tarde. Sus
dirigentes asumieron con posterioridad posiciones pro-capitalistas.
En septiembre de 1871 se efectuó una
gran manifestación pública por la jornada de 8 horas en Nueva York, a la que
asistieron más de 20.000 trabajadores, una cifra considerable entonces.
Participaron principalmente franceses y alemanes emigrados, miembros de la
Internacional, y también obreros propiamente norteamericanos.
En 1872 libraron importantes combates
por las 8 horas los obreros mueblistas y de otros ramos afines, que lograron
satisfacción para sus demandas, pero los cabecillas fueron engañados
posteriormente por los patrones, despedidos de su ocupación, y fue nuevamente
prolongada la jornada de trabajo. La organización sindical era débil aún, y fragmentada,
como para poder exigir el cumplimiento de los acuerdos. Fue brotando así la
idea de una huelga general para una fecha determinada; lo que se concretaría 14
años más tarde, el 1° de mayo de 1886.
Entre tanto, en 1873, las cosas
empeoraron repentinamente para los trabajadores. La crisis que se veía venir
llegó finalmente, arrojando a la cesantía a centenares de miles de obreros. Las
fábricas cerraban sus puertas y los cesantes vagaban como lobos por las calles,
alimentándose de los desperdicios que encontraban en las latas de basuras. El
invierno de 1872-73 dejó un horrible saldo de muertos de hambre y frío, como no
se tenía memoria en los Estados Unidos. Sólo en el Estado de Nueva York había
200.000 cesantes.
El 13 de enero de 1873, la Sección Norteamericana
de la Internacional convocó a un mitin de desocupados en Nueva York para
demostrar al Gobierno del Estado su situación y pedir solución a su miseria. Se
exigía una ración diaria de alimentos para los cesantes, la iniciación de obras
públicas para dar trabajo a los necesitados y una prórroga legal para el pago
de arriendos y alquileres modestos. Se quería evitar que fueran lanzadas a la
calle (y expuestas a morir de frío) las familias que no podían cubrir la renta
por hallarse el padre o el esposo sin trabajo.
La manifestación conmovió a la ciudad
y, en bullicioso desfile, los cesantes se dirigieron al Ayuntamiento para hacer
presentes sus demandas. Cuando llegaban allí, fueron atacados por una horda de
polizontes, que apareció de improviso, apaleando y sableando a todo el mundo,
incluso mujeres y niños. Centenares de heridos y contusionados quedaron sobre
los adoquines de la zona céntrica de Nueva York, y otros centenares de pobres
fueron detenidos y puestos a disposición de los tribunales “por resistir órdenes de la policía”.
La gran prensa ventiló falsedades e
injurias sobre las heridas y el hambre de los cesantes tan ferozmente
reprimidos. “Era un mitin público
de ladrones ociosos”, dijo un diario de Nueva York. “Hay que prepararles comidas envenenadas si quieren
comer a costa del Gobierno”, escribió otro en Chicago. Los
editoriales llamaron a eliminar “la peste de miserables” que asolaba la ciudad.
Paralelamente, la exigencia de las 8
horas de trabajo se hacía cada vez más fuerte, presentada incluso como una
forma de aumentar la floja demanda de mano de obra. “Los Caballeros del
Trabajo”, en un programa hecho público en 1874, declaraban que se esforzarían
por obtener las 8 horas, “negándose a trabajar jornadas más largas, incluso a través de una huelga
general”. En una larga lista de reformas y reivindicaciones, proclamaban su
propósito de “obtener la reducción
gradual de la jornada de trabajo a 8 horas por día, a fin de gozar en alguna
medida de los beneficios de la adopción de máquinas en reemplazo de la mano de
obra”.
Ese mismo año (1874), el Estado de
Massachusetts decretaba la jornada máxima de 10 horas para mujeres y niños,
mientras la agitación prendía ahora entre los ferroviarios, que no tardaron en
lanzar una huelga de grandes proporciones.
En junio de 1877, los dueños de los
ferrocarriles comunicaron a los trabajadores que sus salarios serían reducidos
en un 10%, porque las empresas “estaban perdiendo dinero” con motivo de la crisis. Esta fue la gota que colmó el vaso. Desde 1873,
el salario de los trabajadores había disminuido ya en un 25% para salvar las
ganancias de los propietarios. La huelga estalló en Pittsburgh y en menos de 2
semanas se había extendido a 17 Estados. Era el movimiento más vasto que hasta entonces
enfrentara el gran capital norteamericano.
Los magnates ferroviarios consiguieron
que el Gobierno movilizara al Ejército contra los huelguistas, que habían
incorporado entre tanto la demanda de una jornada laboral de 8 horas, y no
tardaron en producirse enfrentamientos violentos entre obreros y soldados. En
Maryland quedaron 10 obreros muertos después de un choque frontal con las
tropas. En Pittsburgh, los trabajadores corrieron a pedradas a los militares,
para luego asaltar la maestranza del ferrocarril local, donde destruyeron 120
locomotoras e incendiaron 1.600 vagones. En Reading, los obreros desarmaron a
una compañía de soldados y confraternizaban con ellos cuando fueron atacados
por tropas de refuerzo, que aparecieron imprevistamente. Entonces, algunos
militares fueron muertos y hubo numerosas víctimas entre los obreros. En Saint
Louis la huelga abarcó a todos los oficios y los trabajadores se apoderaron de
la ciudad. Fue cortado el tránsito por los puentes que cruzan el Mississippi, y
durante 8 días los sindicatos administraron tiendas y fábricas y dictaron sus
propias leyes. Finalmente, fueron sangrientamente reprimidos.
La lucha de clases se hizo tan violenta
que la burguesía organizó grupos civiles armados para proteger sus riquezas. La
prensa “de orden” exaltaba diariamente a pertrecharse y a extender las bandas
armadas antiobreras. Se formaron así verdaderas milicias privadas, cuando no
grupos de matones y hasta empresas de rompehuelgas, con sucursales en los
centros industriales más importantes, al servicio de los propietarios. La más
famosa de estas organizaciones, que alcanzaría triste renombre en los sucesos
de Chicago, fue la de los hermanos Pinkerton, que había reclutado algunos
cientos de scabs (“amarillos”), que enviaban a quebrar huelgas allí donde la presión
obrera se hacía sentir en demanda de la jornada de 8 horas. Los Pinkerton,
además, proporcionaban bandas armadas, espías, provocadores y hasta asesinos a
sueldo. Algunas autoridades hacían caso omiso de la existencia de estas organizaciones
criminales e incluso borraban los antecedentes penales de sus integrantes, a
condición de que mostraran ferocidad en su cometido, disolviendo mítines
obreros, delatando a los dirigentes o agrediéndolos.
Pese a la ofensiva en su contra, el
movimiento obrero norteamericano siguió fortaleciéndose. En 1881 se constituyó
en Pittsburgh la American Federation of Labor (AFL), Federación Norteamericana
del Trabajo, que exigió en su primer congreso un más riguroso cumplimiento de
la jornada de 8 horas para los que trabajaban en obras públicas. En su segundo
congreso, celebrado en Cleveland en 1882, la AFL aprobó una declaración,
presentada por los delegados de Chicago, para que se extendiera el beneficio de
las 8 horas a todos los trabajadores, sin distinción de oficio, sexo o edad:
“Como representantes de los
trabajadores organizados, declaramos que la jornada de trabajo de ocho horas
permitirá dar más trabajo por salarios aumentados. Declaramos que permitirá la
posesión y el goce de más bienes por aquellos que los crean. Esta ley aligerará
el problema social, dando trabajo a los desocupados. Disminuirá el poder del
rico sobre el pobre, no porque el rico se empobrezca, sino porque el pobre se
enriquecerá. Creará las condiciones necesarias para la educación y mejoramiento
intelectual de las masas. Disminuirá el crimen y el alcoholismo... Aumentará
las necesidades, alentará la ambición y disminuirá la negligencia de los
obreros. Estimulará la producción y aumentará el consumo de bienes por las masas.
Hará necesario el empleo cada vez mayor de máquinas para economizar la fuerza
de trabajo... Disminuirá la pobreza y aumentará el bienestar de todos los
asalariados”.
El tercer congreso de la AFL (1883)
acordó solicitar al Presidente de los Estados Unidos que impulsara la ley de
las 8 horas, y además envió una nota a los comités nacionales de los Partidos
Republicano y Demócrata, para que definieran sus respectivas posiciones sobre
la jornada de 8 horas y otras reivindicaciones de los trabajadores.
Los preparativos de la huelga general
del 1° de mayo de 1886 habían empezado a gestarse dos años antes, en noviembre
de 1884, cuando se reunió en Chicago el IV Congreso de la AFL (La AFL se
llamaba entonces Federación de Sindicatos Organizados y Uniones Laborales de
los EE.UU. y Canadá.) En el IV Congreso se pudo constatar, desde la primera
sesión plenaria, el cambio producido en el espíritu de los dirigentes
sindicales. Las dilaciones y negativas con que contestaron a sus demandas los
partidos políticos los empujaron a buscar nuevas formas de acción, basadas en
sus propias fuerzas. Su decisión se fortaleció por la experiencia internacional
conquistada por la clase obrera en aquellos años y, sobre todo, por la del
movimiento sindicalista inglés.
Uno de los autores de la proposición
que meses más tarde sacudiría a los Estados Unidos, Frank K. Foster, afirmó
ante sus compañeros: “Una demanda
concertada y sostenida por una organización completa producirá más efecto que
la promulgación de millares de leyes, cuya vigencia dependerá siempre del humor
de los políticos... El espíritu de organización está en el aire, pero el costo
que hemos pagado por nuestra inexperiencia, el sectarismo y la falta de
espíritu práctico representan todavía grandes obstáculos para lanzar una huelga
general”.
Otros delegados al Congreso pusieron en
evidencia que los únicos resultados realmente serios en cuanto a las 8 horas se
habían logrado fuera de toda legislación, por acuerdos directos con los
empresarios bajo la presión de la movilización sindical. En el curso de sus
intervenciones, Foster sugería que todos los sindicatos manifestaran su
voluntad unánime, apoyados por la organización entera, haciendo una huelga
general por la jornada de 8 horas. Gabriel Edmonston, que compartía ese punto
de vista, hizo entonces una proposición práctica: a partir del 1° de mayo de
1886 se obligaría a los industriales a respetar sin más la jornada de 8 horas.
Donde los patrones se negaran, se declararía la huelga de inmediato. En el plazo
previo a la fecha fijada, se llevaría la consigna por todo el país y la prensa
obrera agitaría esa demanda básica de los asalariados. El 1° de mayo de 1886
debería estar todo listo para una gran huelga general de costa a costa. Foster
y Edmonston fueron, pues, los autores de aquella proposición, cuyos alcances
históricos muy pocos intuyeron entonces.
Para los historiadores, un punto no
está claro: ¿por qué se eligió precisamente el 1° de mayo como la fecha en que
debería estallar la huelga general en todos los Estados Unidos?. La explicación más atendible es la que recuerda que por
ese entonces el 1° de mayo era la fecha en que debían renovarse los contratos
colectivos de trabajo, así como otras obligaciones generales, los arriendos de
tierras y convenciones similares. Era el“moving-day” (día de mudanza) norteamericano, equivalente a los compromisos de
trabajo que se iniciaban el día de San Juan en el Sur de Francia por esos años,
o en Navidad en otras regiones de Europa, o en el día de San Martín. Además, el
año designado (1886) daba el tiempo suficiente para que los patrones fueran
advertidos y conocieran las demandas y las consecuencias de su negativa, sin
poder pretextar después la sorpresa de la petición como factor para rechazarla.
La proposición de Gabriel Edmonston
(aprobada por el Congreso) decía: “La Federación de Sindicatos Organizados y Uniones Laborales de los
Estados Unidos y Canadá ha resuelto que la duración de la jornada de trabajo,
desde el 1º de mayo de 1886, será de 8 horas, y recomendamos a las
organizaciones sindicales de todo el país hacer respetar esta resolución a
partir de la fecha convenida”. Gracias a una intensa propaganda,
pronto la resolución de Chicago echó firmes raíces en el seno de la clase
obrera.
El Congreso de “Los Caballeros del
Trabajo”, reunido en la ciudad de Hamilton, también decidió auspiciar la
agitación por la huelga general hasta la obtención de las 8 horas. En todo el
país se crearon grupos locales, especialmente encargados de la preparación del
movimiento, que organizaron mítines y manifestaciones, repartieron folletos y
periódicos, promovieron huelgas parciales, asambleas, conferencias, recolección
de firmas y otras actividades de agitación.
En California y toda la costa Oeste de
los Estados Unidos, la Federación de Carpinteros tomó en 1885 la iniciativa del
movimiento por la reducción de la jornada de trabajo, mientras la AFL, en su
Congreso de Washington (diciembre de 1885), renovó la decisión de Chicago. El
sindicato de obreros mueblistas propuso que en cada ciudad se organizara un
frente único de todas las organizaciones gremiales, para que presentaran a los
patrones el contrato-tipo preparado por la asesoría legal de la AFL, y que
debía entrar en vigencia el 1° de mayo de 1886. Así se acordó.
A medida que la fecha fijada se
acercaba, las organizaciones sindicales trabajaban animosamente. El número de
sus adherentes se había triplicado en esos meses. En Chicago, el “Comité por
las 8 Horas” puso en guardia
contra las huelgas parciales o mal organizadas, que podrían tener como
consecuencia lock-outs y que “pueden hacer abortar
el movimiento”. La Cámara Sindical de los carpinteros y ebanistas
de la misma ciudad advirtió a los patrones, por carta certificada, que el 1° de
mayo debía iniciarse la “jornada normal” y comprometió a sus miembros a detener absolutamente el trabajo en los
talleres en que no se aplicasen las 8 horas.
Pese a las orientaciones de los
dirigentes, que trataban de contener los movimientos parciales para lanzarlos
al unísono cuando llegara mayo, en abril de 1886 la presión de las masas derivó
en innumerables huelgas en diversas ciudades del país. En los Estados de Ohio,
Illinois, Michigan, Pennsylvania y Maryland la marea se hizo incontenible. El
Presidente Grover Cleveland llevó la cuestión obrera al Congreso, donde no
vaciló en afirmar: “Las condiciones
presentes de las relaciones entre el capital y el trabajo son, en verdad, muy
poco satisfactorias, y esto en gran medida por las ávidas e inconsideradas
exacciones de los empleadores”.
Ante la pujanza del movimiento
sindical, ciertas empresas no pudieron esperar la fecha fijada para conceder
las 8 horas sin disminuir los salarios. Más de 30.000 obreros se beneficiaron
ya en el mes de abril, principalmente los mineros de Virginia.
Por fin, la fecha tan esperada llegó.
La orden del día, uniforme para todo el movimiento sindical era precisa: ¡A
partir de hoy, ningún obrero debe trabajar más de 8 horas por día! ¡8 horas de
trabajo! ¡8 horas de reposo! ¡8 horas de recreación!.
Simultáneamente se declararon 5.000 huelgas y 340.000 huelguistas dejaron las
fábricas, para ganar las calles y allí vocear su demandas.
En Nueva York, los obreros fabricantes
de pianos, los ebanistas, los barnizadores y los obreros de la construcción
conquistaron las 8 horas sobre la base del mismo salario. Los panaderos y
cerveceros obtuvieron la jornada de 10 horas con aumento de salario. En
Pittsburgh, el éxito fue casi completo. En Baltimore, tres federaciones ganaron
las 8 horas: los ebanistas, los peleteros y los obreros en pianos-órganos. En
Chicago, 8 horas sin disminuir sus salarios: embaladores, carpinteros,
cortadores, obreros de la construcción, tipógrafos, mecánicos, herreros y
empleados de farmacia; 10 horas con aumento de salario: carniceros, panaderos,
cerveceros. En Newark, los sombrereros, cigarreros, obreros en máquinas de
coser Singer, obtuvieron las anheladas 8 horas. En Boston, los obreros de la
construcción. En Louisville, los obreros del tabaco. En Saint Louis, los
mueblistas, y en Washington, los pintores... En total, 125.000 obreros
conquistaron la jornada de 8 horas el mismo 1° de mayo. A fin de mes serían
200.000, y antes que terminara el año, un millón. No era la victoria absoluta;
pero se había obtenido un resultado importante, por sobre, incluso, de algunas
fallas en el movimiento obrero. “Jamás en este país ha habido un levantamiento tan general de las masas
industriales” (expresaba un informe
de la AFL) “El deseo de una
disminución de la jornada de trabajo ha impulsado a millares de trabajadores a
afiliarse a las organizaciones existentes, cuando muchos, hasta ahora, habían
permanecido indiferentes a la acción sindical”.
En Chicago, los sucesos tomaron un giro
particularmente conflictivo. Los trabajadores de esa ciudad vivían en peores condiciones
que los de otros Estados. Muchos debían trabajar todavía 13 y 14 horas diarias;
partían al trabajo a las 4 de la mañana y regresaban a las 7 u 8 de la noche, o
incluso más tarde, de manera que “jamás veían a sus mujeres y sus hijos a la luz del día”. Unos se acostaban en corredores y desvanes; otros, en inmundas
construcciones semiderruidas, donde se hacinaban numerosas familias. Muchos no
tenían ni siquiera alojamiento. Por otra parte, la generalidad de los
empleadores tenía una mentalidad de caníbales. Sus periódicos escribían que el
trabajador debía dejar al lado su “orgullo” y aceptar ser tratado
como “máquina humana”. El “Chicago Tribune” osó decir. “El plomo es la mejor alimentación para los huelguistas... La prisión y
los trabajos forzados son la única solución posible a la cuestión social. Es de
esperar que su uso se extienda”.
No era extraño que en ese cuadro
Chicago fuese el centro más activo de la agitación revolucionaria en los
Estados Unidos y cuartel general del movimiento anarquista en América: Dos
organizaciones dirigían la huelga por las 8 horas en Chicago y todo el Estado
de Illinois: la Asociación de Trabajadores y Artesanos y la Unión Obrera
Central, pero eran sus exaltados periódicos obreros los polos en torno a los
cuales giraba la acción reivindicativa.
Uno de estos periódicos era escrito en
alemán, el “Arbeiter Zeitung”, que aparecía tres veces a la semana, dirigido
por August Spies, de orientación anarquista, y otro, “The Alarm”, en inglés,
dirigido por el socialista Albert Parsons. Junto a ellos, un brillante grupo de
agitadores, periodistas y oradores de verbo encendido insuflaba el ímpetu
peculiar que caracterizaba la lucha obrera en ese Estado. La mayoría de ellos
pasaría a la Historia como los “Mártires de Chicago”: Fielden, Schwab, Fischer,
Engel, Lingg, Neebe.
Pese a los éxitos parciales de algunos
sindicatos, la huelga en Chicago continuaba. Una sola usina seguía echando su
humo negro sobre la región: la fábrica de maquinaria agrícola McCormik, al Norte
de Chicago. El fundador de la usina, Cyrus McCormik, había muerto poco antes y
dejado en el testamento una suma considerable de dinero para levantar una
iglesia. Pero su heredero resolvió construir el templo sacando los fondos de un
descuento obligatorio a sus obreros, que lo rechazaron. El 16 de febrero de
1886 estalló la huelga. Entonces, McCormik hijo contrató cientos de
rompehuelgas a través de los hermanos Pinkerton y desalojaron en medio día la fábrica, que estaba
ocupada por los trabajadores.
Cuando estalló la huelga general del 1°
de mayo, McCormik seguía funcionando con el trabajo de los rompehuelgas, y no
tardaron en producirse choques entre los restantes trabajadores de la ciudad y
los“amarillos”. El ambiente ya estaba caldeado, porque la policía había
disuelto violentamente un mitin de 50.000 huelguistas en el centro de Chicago,
el 2 de mayo. El día 3 se hizo una nueva manifestación, esta vez frente a la
fábrica McCormik, organizada por la Unión de los Trabajadores de la Madera.
Estaba en la tribuna el anarquista August Spies, cuando sonó la campana
anunciando la salida de un turno de rompehuelgas. Sentirla y lanzarse los
manifestantes sobre los “scabs” (amarillos) fue todo uno. Injurias y pedradas volaban hacia los
traidores, cuando una compañía de policías cayó sobre la muchedumbre desarmada
y, sin aviso alguno, procedió a disparar a quemarropa sobre ella. 6 muertos y
varias decenas de heridos fue el saldo de la acción policial.
Enardecido por la matanza, Fischer voló
a la Redacción del “Arbeiter Zeitung”, donde escribió una vibrante proclama,
con la cual se imprimieron 25.000 octavillas y que sería luego pieza principal
de la acusación en el proceso que terminó con su ahorcamiento. Decía:
“Trabajadores: la guerra de clases ha
comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormik, se fusiló a los obreros. ¡Su
sangre pide venganza!
¿Quién podrá dudar ya que los
chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los
trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el
terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria.
Si se fusila a los trabajadores,
respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo.
Es la necesidad lo que nos hace
gritar: “¡A las armas!”.
Ayer, las mujeres y los hijos de los
pobres lloraban a sus maridos y a sus padres fusilados, en tanto que en los
palacios de los ricos se llenaban vasos de vino costosos y se bebía a la salud
de los bandidos del orden...
¡Secad vuestras lágrimas, los que
sufrís!
¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!”.
La proclama terminaba convocando a una
gran concentración de protesta para el 4 de mayo, a las cuatro de la tarde, en
la plaza Haymarket, y concluía con las palabras: “¡Trabajadores, concurrid armados y manifestaos con
toda vuestra fuerza!”. Esta frase (y aquella que decía “¡A las armas!”) fueron tachadas por
Spies, director de la imprenta, y él mismo vigiló especialmente que no la
incluyeran los tipógrafos. Sin embargo, cuando posteriormente la Policía se
incautó de los originales, convirtió esa frase no publicada en el núcleo
central de la acusación.
En Haymarket se reunieron unas 15.000
personas. La mayoría de los que posteriormente serían los mártires de Chicago
se hallaba a esa hora en la Redacción del “Arbeiter Zeitung”. Parsons estaba
con su mujer y dos hijos; lo acompañaba una obrera con la que iban a discutir
la organización de las costureras. Fielden y Schwab también estaban allí.
Schwab abandonó la reunión para asistir a un mitin en Deering. Cuando discutían
sobre la incorporación de las costureras a la lucha por las 8 horas, mujeres
particularmente explotadas que entonces trabajaban sobre 15 horas diarias, un
obrero se presentó diciendo que en la concentración faltaban oradores en
inglés. Todos dejaron el local del periódico y fueron allí, donde Spies ocupaba
la tribuna. Le sucedió Parsons, que habló por espacio de una hora. Luego,
Fielden. Los discursos eran moderados y la muchedumbre se comportaba con
tranquilidad, pese a la gravedad de la masacre del día anterior frente a
McCormik.
El alcalde de Chicago, Carter H.
Harrison, que presenciaba el mitin para pulsar el ambiente, se fue a casa al
concluir de hablar Parsons, dándole órdenes al capitán de Policía Bonfield, a
cargo de la tropa, de que la retirara. Empezaba a llover, como culminación de
un día helado y húmedo. Fielden estaba aún en la tribuna y la gente comenzaba a
dispersarse. Algunos obreros se dirigieron incluso al Zept Hall, cervecería que
quedaba en las proximidades, para seguir a través de sus ventanas la
manifestación. En la plaza, la muchedumbre ya estaba reducida a unos pocos
miles cuando 180 policías avanzaron de pronto sobre los manifestantes con los
capitanes Bonfield y Ward al frente, quienes ordenaron terminar el mitin de
inmediato y a sus hombres tomar posiciones de disparar. Ya se alzaban los
fusiles cuando, desde el montón informe de los manifestantes, se vio salir un
objeto humeante del tamaño de una naranja, que cayó entre dos filas de los
policías, levantando un poderoso estruendo y arrojando por tierra a todos los
que se encontraban cerca. Sesenta policías quedaron heridos de inmediato y uno
muerto, en medio de tremenda confusión. Fue la señal para que se desatara un
pánico loco y una carnicería más terrible que la de la víspera. Rehechos en sus
filas y apoyados por refuerzos, los policías cargaron salvajemente sobre la
multitud, disparando y golpeando a diestra y siniestra. El balance dejó un
total de 38 obreros muertos y 115 heridos. Otros 6 policías alcanzados por la
bomba murieron en el hospital.
Esa misma noche, Chicago fue puesto en
estado de sitio, se estableció el toque de queda y la tropa ocupó militarmente
los barrios obreros. Al día siguiente, la nación estaba conmocionada por los
sucesos y la gran prensa no reparó en nada para calumniar a radicales, anarquistas,
socialistas y trabajadores extranjeros, sobre todo a los alemanes. El 5 de
mayo, “The New York Times” daba por hecho que los anarquistas eran los
culpables del lanzamiento de la bomba. La policía, al mando del capitán Michael
Schaack, realizó una batida contra 50 supuestos “nidos” de anarquistas y socialistas y detuvo e interrogó de manera brutal a
unas 300 personas.
El jefe de Policía Ebersold, hablando
tres años más tarde sobre aquellos hechos, decía: “Schaack quería mantener la tensión. Deseaba
encontrar bombas por todos lados... Y hay algo que no sabe el público. Una vez
desarticuladas las células anarquistas, Schaack quiso que se organizasen de
inmediato nuevos grupos... No quería que la "conspiración" pasase;
deseaba seguir siendo importante a los ojos del público”.
La policía estaba más interesada en
conseguir pruebas en contra de los detenidos que en localizar al que había
arrojado la bomba. Se ofreció dinero y trabajo a cuantos se ofrecieron a
testificar a favor del Estado.
Los locales sindicales, los diarios
obreros y los domicilios de los dirigentes fueron allanados, salvajemente
golpeados ellos y sus familiares, destruidos sus bibliotecas y enseres,
escarnecidos y, finalmente, acusados en falso de ser ellos quienes habían
confeccionado, transportado hasta la plaza de Haymarket y arrojado la bomba que
desencadenó la feroz matanza. Ninguno de los cargos pudo ser probado, pero todo
el poder del gran capital, su prensa y su justicia, se volcaron para aplicar
una sanción ejemplar a quienes dirigían la agitación por la jornada de 8 horas.
Spies, Parsons, Fielden, Fischer, Engel, Schwab, Lingg y Neebe pagaron con sus
vidas, o la cárcel, el crimen de tratar de poner un límite horario a la
explotación del trabajo humano.
El 11 de noviembre de 1887, un año y
medio después de la gran huelga por las 8 horas, fueron ahorcados en la cárcel
de Chicago los dirigentes anarquistas y socialistas August Spies, Albert
Parsons, Adolf Fischer y George Engel. Otro de ellos, Louis Lingg, se había
suicidado el día anterior. La pena de Samuel Fielden y Michael Schwab fue
conmutada por la de cadena perpetua, es decir, debían morir en la cárcel, y
Oscar W. Neebe estaba condenado a quince años de trabajos forzados. El proceso
había estremecido a Norteamérica y la injusta condena (sin probárseles ningún
cargo) conmovió al mundo. Cuando Spies, Parsons, Fischer y Engel fueron
colgados, la indignación no pudo contenerse, y hubo manifestaciones en contra
del capitalismo y de sus jueces en las principales ciudades del mundo. De allí
empezó a celebrarse cada 1° de mayo el “Día Internacional de los Trabajadores”,
conmemorando exactamente el inicio de la huelga por las 8 horas y no su
aberrante epílogo. Pero fue el sacrificio de los héroes de Chicago el que grabó
a fuego en la conciencia obrera aquella fecha inolvidable.
LOS HECHOS
Luego del enfrentamiento de huelguistas
y esquiroles frente a la fábrica McCormik, la tarde del 3 de mayo de 1886 se
reunió en Chicago el grupo socialista de trabajadores alemanes “Lehr und Wehr
Verein” (Asociación de Estudio y Lucha). Con asistencia de Engel y Fischer, se
acordó convocar un mitin de protesta en la plaza Haymarket, para el día
siguiente por la tarde (4 de mayo). Fischer se entrevistó con Spies el día 4
por la mañana, comprometiéndolo a hablar en aquel mitin.
Parsons no estaba en la ciudad. Se
hallaba en Cincinnati. Llegó el día 4 en la mañana a Chicago y, sin saber de la
concentración, queriendo ayudar a su esposa en la organización de las
costureras, convocó a una reunión en las oficinas del diario “Arbeiter
Zeitung”. Al mismo lugar llegaron Fielden y Schwab, donde Parsons se presentó
con su esposa mexicana, Lucy González, dos de sus hijos y miss Holmes, del
gremio de las costureras.
Schwab partió a un mitin en Deering,
donde estuvo hasta las diez y media de la noche. En ese momento vinieron a
buscar a Parsons, porque en la plaza de Haymarket faltaban oradores en inglés,
y fue éste con toda su familia. Hablaron allí Spies, Parsons y Fielden, que
debía cerrar la manifestación.
Mientras continuaba hablando Fielden,
Parsons fue al cercano local Zept Hall para protegerse de la lluvia, que
empezaba a caer. Allí se encontraba ya Fischer. En la tribuna seguían Fielden,
que era el orador, y Spies, cuando de pronto (según el testimonio del apóstol cubano
José Martí, entonces corresponsal de prensa en los Estados Unidos) “se vio descender sobre sus cabezas, caracoleando
por el aire, un hilo rojo. Tiembla la tierra, húndese el proyectil cuatro pies
en su seno; caen rugiendo, uno sobre otros, los soldados de las dos primeras
líneas; los gritos de un moribundo desgarran el aire”.
Esa bomba lanzada por mano anónima fue
seguida del fusilamiento de la multitud por la policía, dejando a 38 obreros
muertos y 115 heridos y puso en difícil situación a los dirigentes. Se hallaron
(en palabras de Martí) “acusados de haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no lanzado, la
bomba del tamaño de una naranja que tendió por tierra las filas delanteras de
los policías, dejó a uno muerto, causó después la muerte de seis más y abrió en
otros 50 heridas graves...”.
En la redada policial que siguió a la
masacre (más de 300 detenidos en un día), bajo estado de sitio, toque de queda
y ocupación militar de los barrios obreros, fueron aprehendidos Spies, Schwab y
Fischer, en las oficinas del “Arbeiter Zeitung”, esa misma noche. A Fielden,
herido, lo sacaron de su casa. A Engel y Neebe, de sus casas también. Lingg fue
apresado en su buhardilla, luego de enfrentarse a bofetadas con los policías
que lo iban a detener. Le hallaron bombas. Parsons logró escapar, pero se
presentó voluntariamente al Tribunal, al iniciarse el proceso, para compartir
la suerte de sus compañeros.
EL PROCESO
El 17 de mayo de 1886 se reunió el
Tribunal Especial, ante el cual comparecieron: August Spies, 31 años,
periodista y director del “Arbeiter Zeitung”; Michael Schwab, 33 años,
tipógrafo y encuadernador; Oscar W. Neebe, 36 años, vendedor, anarquista; Adolf
Fischer, 30 años, periodista; Louis Lingg, 22 años, carpintero; George Engel,
50 años, tipógrafo y periodista; Samuel Fielden, 39 años, pastor metodista y
obrero textil; Albert Parsons, 38 años, veterano de la guerra de secesión, ex
candidato a la Presidencia de los Estados Unidos por los grupos socialistas,
periodista; Rodolfo Schnaubelt, cuñado de Schwab, y los traidores William
Selinger, Waller y Scharader, ex integrantes del movimiento obrero que
testificaron en falso contra quienes llamaban “camaradas” y cuyo perjurio fue
posteriormente comprobado, cuando ya sus declaraciones habían sido acogidas por
el Tribunal y ahorcados cuatro de los acusados.
El 21 de junio de 1886 se procedió al
examen de jurados entre 981 candidatos, ante el juez Joseph E. Gary, que debía
seleccionar a 12 de ellos. 5 ó 6 obreros, que se presentaron como posibles
jurados, fueron recusados por el ministerio público. Se admitió sólo a los
individuos que daban garantías de sustentar prejuicios antisocialistas o
antianarquistas, predispuestos con anticipación contra los detenidos, a quienes
se acusó formalmente de“conspiración de homicidio”, por la muerte del
policía Mathias Degan, alcanzado por la bomba, y por otros 69 cargos. 5 de los
acusados habían nacido en Alemania y uno en Inglaterra, lo que estimulaba las
acusaciones contra la “inspiración foránea” de la agitación obrera.
En realidad; siguiendo el testimonio de
Martí, se los procesaba “por explicar en la prensa y en la tribuna las doctrinas cuya propaganda
les permitía la ley. En Nueva York, entre tanto, los culpables en un caso de
incitación directa a la rebeldía habían sido castigados ¡con doce meses de
cárcel y 250 dólares de multa!”.
Nada se decía en la acusación de la
huelga nacional por la jornada de 8 horas, y menos de las condiciones de vida
que sufrían los obreros en los Estados Unidos. Los acusadores estaban
obsesionados por “la conspiración de
la dinamita”, y aseguraban que Schnaubelt (cuñado de Schwab)
había arrojado la bomba en Haymarket, que Spies y Fischer le habían ayudado en
esa tarea, que Lingg la habría fabricado y transportado hasta la plaza...
Después de 22 días de examen de
candidatos, el Gran Jurado estuvo dispuesto para la vista de la causa. Entre
tanto, el alguacil especial Henry Rice se jactaba ante sus amigos, como se supo
posteriormente, de que él mismo se había encargado de prepararlo todo para que formasen parte del Jurado sólo hombres declaradamente adversos
a los acusados y éstos no escaparan así de la horca.
El 15 de julio de 1886, el fiscal
Grinnell, como representante del Estado de Illinois, empezó la acusación por
los delitos de conspiración y asesinato de policías, prometiendo probar en el
juicio quién había arrojado la bomba en la plaza Haymarket. Fundaba la
acusación en que los procesados pertenecían a una “asociación secreta” que se proponía hacer la revolución social y
destruir el orden establecido, empleando la dinamita para ello.
El 1º de mayo (según Grinnell) era el
día señalado para iniciar la subversión, “pero causas imprevistas lo impidieron”. Así quedó aplazada, decía, para el 4 de mayo en la plaza de Haymarket.
El plan revolucionario, dijo el fiscal, había sido preparado por August Spies,
pero no sólo eso, también éste había encendido la mecha de la bomba, antes de
que la lanzara Schnaubelt sobre los policías. Seguía el fiscal: “La vasta conspiración es obra de la Internacional.
Los miembros de dicha asociación se dedican, unos a la propaganda, otros a la
fabricación de bombas y otros a entrenar en el manejo de las armas a sus
afiliados”.
Demostró Grinnell que todos los
acusados eran anarquistas o socialistas, lo que ellos reconocieron de buen
grado, pero no pudo probar su participación directa en el delito que les
imputaba.
Los testigos utilizados por la
acusación eran el capitán de Policía Bonfield, que ordenó disparar contra la
multitud en Haymarket, y los ex anarquistas Waller, Schrader y Selinger, que
declararon contra sus antiguos camaradas, pagados o coaccionados por la
policía: Waller aseguraba que sí existió conspiración, pero se confundió ante
las miradas de los que lo habían considerado un compañero, y entonces el fiscal
interrogó a Schrader. Pero éste, “más cobarde que vil”, titubeó tanto, su declaración se hizo
tan contradictoria y torpe, que el procurador del Estado gritó a la defensa:“Llevaos este testigo: no es nuestro, es
vuestro”.
El testigo Gillmer dijo que vio a
Schnaubelt (cuñado de Schwab) arrojar la bomba ayudado por Fischer y Spies,
pero se probó que Fischer estaba en ese momento fuera de la plaza, en el Zept
Hall, y Spies en la tribuna de oradores, y que Schnaubelt estaba en un sitio de la plaza distinto al lugar
desde donde fue arrojada la bomba.
Para probar la existencia de una “conspiración”, el fiscal recurrió a la prensa anarquista, presentando fragmentos de
artículos y reproducción de discursos de los procesados, muy anteriores a los
sucesos materia de juicio. Las citas eran amañadas y absolutamente fuera de
contexto, pero se leyeron de manera melodramática ante los jurados, y se
exaltaron las pasiones de los mismos exhibiéndoles bombas reales, armas,
dinamita y hasta uniformes ensangrentados de los policías heridos en Haymarket.
Pero no se demostró judicialmente ninguna relación concreta entre la bomba
arrojada allí y los procesados.
José Martí dijo expresamente en su
crónica de los sucesos: “No se pudo probar que los ocho acusados del asesinato del policía Degan
hubieran preparado ni encubierto siquiera una conspiración que rematase con su
muerte. Los testigos fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas
comprados, uno de ellos confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran
semejantes, como se vio por el casquete, a la de Haymarket, estaba, según el
proceso, lejos de la catástrofe. Parsons, contento de su discurso (ya
pronunciado), contemplaba la multitud desde un lugar vecino. El perjuro fue
quien dijo, y desdijo luego, que vio a Spies encender el fósforo con que se
prendió la mecha de la bomba, que Ling "cargó con otro hasta un rincón
cercano a la plaza en un baúl de cuero", que la tarde de los seis muertos
en McCormik acordaron los anarquistas, a petición de Engel, armarse para
resistir nuevos ataques. Que Spies estuvo un instante en el lugar en que se
tomó el acuerdo. Que en su despacho había bombas, y en una u otra casa,
"Manuales de guerra revolucionaria". Lo que sí se probó con plena
prueba fue que, según todos los testigos adversos, el que arrojó la bomba era
un desconocido”.
La defensa acusó al capitán Bonfield, a
cargo de la Policía en Haymarket, de estar pagado por la “Citizens
Association”, una “organización burguesa de conspiradores capitalistas”, que
venía buscando el momento para descabezar el movimiento obrero en Chicago.
Spies llegó a decir: “Somos acusados de
conspiración por los verdaderos conspiradores y sus instrumentos... Si no se
hubiera arrojado esa bomba, igual habría hoy centenares de viudas y de
huérfanos... Bonfield, el hombre que haría avergonzar a los héroes de la noche
de San Bartolomé, el ilustre Bonfield que habría prestado innegables servicios
a Doré como modelo para los demonios de Dante, Bonfield era el hombre capaz de
llevar a la práctica la conspiración de la "Citizens Association" de
nuestros patricios”.