Había venido de España y se llamaba Carmela. No se
podía llamar de otro modo, al mirarla el aire andaluz parecía subirle por las
mejillas y deslizarse canturreando por sus caderas onduladas. Solo faltaba
adivinarle entre la mata azabache de su pelo enmarañado, alguna flor colorada y
un par de castañuelas en sus dedos gastados.
Sí, en realidad sus manos no eran
precisamente las manos de una bailadora y la única rosa que adornaba su andar
se dibujaba descolorida de tanto lavado en su batón
de siempre.
Carmela no era lo que se dice una mujer
muy cuidada, sin embargo su porte elegante y su paso firme confirmaban
orgullosos sus raíces.
Carmela no bailaba ni tocaba castañuelas, lavaba.
Lavaba la ropa de la familia Moreno Aranguren, de la familia Sánchez de
Bustamante y también de los Herrero Anzorena. Lavaba hasta que los nudillos enrojecían y
contrastaban con la blancura de las sábanas bordadas de las señoras. No podía
darse el lujo de desperdiciar un solo trabajo y su fama de buena lavadora le
había otorgado un lugar entre los acomodados del barrio Norte. En el
conventillo le permitían usar una gran batea, olvidada por un par de gringos
que se habían mudado hacía ya un tiempo largo.
Cuando el barco la trajo a Buenos Aires
no imaginó que la vida le resultaría tan dura, tan tristemente dura. Llegó
apretando la mano de su hermanita Lucía, cargada de bultos y mostrando un larguísimo y raído tapadito marrón. Los ojos oscuros
trataban escurridizos de disimular el dolor del desarraigo, en España quedaban
sus dos hermanos menores y su madre.
Ahora ella debía hacer de madre de Lucía
y demostrar fortaleza.
Así creció. Sin enterarse, de golpe. Sin
sorpresas ni demasiadas alegrías… con la diaria preocupación de llevar el pan a
la mesa. No sabía leer ni escribir, no podía darse el lujo de ocupar el tiempo
en otra cosa que no fuera lavar. A eso la habían mandado… “a forjarse un futuro
en esta tierra tan generosa”. Una tierra
de gran sacrificio pero con la bendita posibilidad de trabajar. La tierra que
le iba a regalar la maravillosa posibilidad de traer a sus hermanos pequeños y
a su madre.
Dormía abrazada de los sueños de Lucía en
el único catre que habitaba la pieza. Alguna vez tuvo mucho miedo de que el
cucharón no alcanzara a cubrir el plato de su hermana. Hubo épocas en donde el
trabajo escaseaba y si no hubiera sido por la buena de Isabel, una gallega de
pura sepa que compartía con ellas la ollita tiznada de puchero la panza se le
hubiese retorcido de ese dolor visceral llamado hambre. Carmela ya conocía esa
sensación y no permitiría que su hermanita la sufriera. ¡Aquel puchero con
chorizo colorado de la gallega era tan sabroso y a su hermana Lucía le gustaba tanto!
Para entregar la ropa blanca a sus
patronas Carmela recorría a diario sesenta cuadras de ida y sesenta cuadras de
vuelta. Así fue como conoció a Francesco un rudo
anarquista italiano que junto a otros agitadores repartía panfletos en la
esquina de
Pero en Francesco
reparó aquel día. Los ojos claros, un bigote espeso rubio que se movía
graciosamente de un lado a otro mientras vociferaba sus ideales le atraparon la
atención. Parecía fuerte, decidido, valiente, audaz, muy masculino. A esa
altura de su pensamiento Francesco la estaba
observando intrigado. Claro, era lógico que lo hiciera: ella apretaba el
panfleto que él le ofrecía pero sin dejar de mirarlo. Cuando se dio cuenta
Carmela se ruborizó, en realidad ardió de vergüenza y su sangre ibérica le
subió y bajó repetidas veces por la cara.
_
Disculpe Usted_ le dijo y siguió caminando velozmente temiendo que las
piernas le jugaran una mala pasada. Pero
no, las pobres piernas cansadas de tanto caminar soportaron heroicas la emoción
y la llevaron de vuelta hasta la pieza del conventillo.
Esa pieza supo
aquella noche de los primeros suspiros enamorados de la española.
A la semana siguiente Carmela se detuvo
con recelo de ser descubierta a escuchar el discurso del joven anarquista. Y
sin pensarlo fue una más de aquellas mujeres que aclamó admirada al orador. No
comprendía muy bien porque se proclamaba que “los políticos eran funcionales a
los poderes económicos ingleses…que los gobernantes eran comprados y que la
oligarquía porteña negociaba para sus beneficios la entrega del país” y que bla, bla, bla
y que bla…bla…bla. El lenguaje le resultaba algo extraño pero igual se
quedó allí. Ese día y el otro y el otro… hasta que él la vio y recordó los ojos de ella confundidos
mirándolo, recordó aquella cara rojo vergüenza,
su espalda huyendo y… le sonrió.
Carmela continuó durante años lavando
para los ricos del barrio Norte, cuidando a Lucía y en los ratos libres
colaboró orgullosa con la causa de Francesco repartiendo panfletos en la esquina de
Y
también siguió soñando con traer al resto de su familia a
Tiboty
Era un manojito de rulos sentado pensativo, debajo
del paraíso, en la vereda de aquella
casa blanca. Los ojos no miraban la
realidad, al menos no miraban la realidad que miran todos. Aquellos ojos se
desprendían con increíble facilidad del cuerpo y emprendían vuelo en espiralados pensamientos, vaya uno a saber adonde. El
compás biológico de su edad lo justificaba; hacía centro en él y giraba una y
otra y otra vez a su alrededor. Y a pesar de que el afuera lo golpeaba sin
piedad intentando en todo momento
lastimarlo, apenas lograba rozar
su frágil envoltorio.
Cursaba tercer grado. Eran más los días
que faltaba que los que asistía. Su mamá se dormía en repetidas ocasiones y
también en repetidas ocasiones las paredes húmedas de la única habitación
disponible, temblaban aterradas ante la siniestra locura de su padrastro.
Se llamaba Nehuel
y su tío Juan, el más inteligente, el único de la familia que había ido a la
escuela hasta segundo año, le explicó una tarde, el significado de su nombre:
_Es mapuche y quiere decir “hombre
fuerte”- le dijo.
Algo había escuchado acerca de estos
aborígenes. Creía recordar que su
maestra le había mencionado que la palabra “mapuche” venía de “mapu” tierra y “che” gente… Eso exactamente fue lo que dijo
la señorita: “gente de la tierra”.
En
aquella oportunidad le habían pedido en el jardín de infantes que investigara
acerca del origen de su nombre y de la persona que se lo había elegido. Ahí fue
donde se enteró que la autora de tal elección había sido su querida Abuela
Margarita.
¡Lástima que ya no estaba a su lado para
agradecérselo!
Le
encantó saber que su nombre Nehuel pertenecía a la
tierra y además era portador de fuerza. El la necesitaba y mucho.
A partir de ese momento todos los días se
repetía en su cabecita el mismo pensamiento: Su abuela era una nona sabia y si
le había regalado ese nombre… por algo sería!. Sí,
esto confirmaba que algún designio maravilloso lo había tocado misteriosamente.
Esa esperanza hacía que cuando el dolor se le
ganaba, insoportable en los huesos, cerrara los oídos… se sentara abajo del
paraíso y recorriera encantado lugares fantásticos.
Cuánto
más lacerante se presentaba el mundo familiar más alto volaba. La fuerza de
sobrevivir a la adversidad lo impulsaba en un despegue loco que le producía cosquillitas en la panza.
¡Cómo no sentirse un privilegiado entonces si era dueño de un lugar sagrado
donde refugiarse! ¡Sí era el comandante de a bordo de un cohete espacial único!
Sólo él conocía esa dimensión. Nadie podía entrar allí a menos que él se lo
permitiera y por ahora… no deseaba compartirlo.
Fefa tenía cuatro años más que Nehuel
y un día le regaló un rompecabezas del espacio, con un cohete y meteoritos y
esas cosas que a él le gustaban. No era de muy buena calidad por que la mamá de
Fefa lo había comprado en esos negocios baratos que
venden cosas baratas para gente que solo puede comprar barato. Por ese motivo
él sabía que tenía que cuidarlo con el mayor de los esmeros. Y así lo hizo.
Todos los días lo cargaba en una bolsa
del súper (del día que su mamá sacó a la quiniela y fueron por primera vez al
“almacén gigante”) hasta la sombra del paraíso… desparramaba las piezas sobre
la tierra que antes alisaba con su manita sacando cualquier elemento intruso
que pudiera molestar a la hora de armarlo y se sentaba a pensar.
La verdad que Fefa
lo quería mucho pero el rompecabezas tenía un montón de piezas difíciles y se
le complicaba bastante armarlo. Bueno en realidad hasta ahora nunca había
logrado armarlo completo, pero estaba dispuesto a seguir intentándolo.
Cada vez tenía más tiempo para dedicarle
a su rompecabezas. Ninguno de su familia reparaba en su ausencia. Estaban
demasiado ocupados en “sus cosas”. Cuando llegaba la noche y los malditos
mosquitos lo acorralaban, juntaba su juego, con algo de tierra, en la bolsa del
súper y se acostaba a dormir. Muchas
veces el sueño lo encontró en pleno vuelo conduciendo su cohete espacial.
Una mañana escuchó voces extrañas en la
casa. Cuando asomó, una señora con cara de buena hablaba con su mamá. Al verlo
la señora le sonrió. El no estaba acostumbrado a sonreír, así que la miró
serio, tomó su bolsa del súper y salió a sentarse pensativo, abajo del paraíso
que había en la vereda de su casa blanca…
Increíblemente ese día logró armar casi
por completo su rompecabezas. Tenía en la mano la última pieza…la de color azul
que completaba la cola del cohete cuando aquella señora apareció a su lado, le
acarició la cabeza y se fue.
Pero volvió a la mañana del día siguiente
y del otro y durante varios días más. Se sentaba cerca… lo observaba… por
momentos cruzaba alguna palabra con él. Con mucha suerte recibía una respuesta
corta, imprecisa.
Algo extraño estaba ocurriendo. Algo que
lo inquietaba pero le llenaba de cosquillitas la
panza como cuando despegaba en su viaje mágico. Sentía que la señora de la cara
buena le recordaba mucho a su nona Margarita.
La última pieza azul del rompecabezas
continuaba sin encontrar su lugar. ¡Y esa señora ahí, mirando como él giraba
aquel trocito de cartón en interminables piruetas! Errando una y otra vez. ¿Qué
le pasaba? Era una sola pieza… chiquitita…
insignificante… sin forma… bordeada de irregularidades y sin embargo la muy
audaz le ofrecía tanta resistencia.
Por la noche su madre le habló de que iba
tener que irse… que la plata no alcanzaba… que ella no podía tenerlo y que
había una tal Alicia que lo quería adoptar… que en algún momento iría a verlo…
y no sé cuántas explicaciones más que él
no alcanzó a comprender.
A la mañana siguiente mientras la puntita
azul de la cola del cohete se columpiaba de sus dedos, pronta a caer en el
hueco esperado, Alicia, la señora de la cara buena le tomó la mano deslizándola
en amoroso viaje hasta el lugar preciso.
Por fin el rompecabezas que le regalara su
amiga Fefa aparecía completo ante sus ojos. El cohete
lucía imponente su majestuosa cola azul,
parecía pronto a despegar como tantas veces... llevándolo en su
interior. Y fue entonces que una mano suave, tibia le rozó la mejilla. Nehuel levantó su cabeza de rulos y vio que Alicia la
señora con cara de buena sostenía un pequeño bolso con ropa y le tendía la
mano.
Nehuel no lo sabía pero seguramente esta vez el viaje iba a
ser por tierra y de la mano de Alicia.
Tiboty
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